Anoche no volví, ya estaba ahí.
No habían olvidos que olvidar, ni besos de otras ciudades en mi piel. Era de La Habana, como el día que nací. La isla entera cabía en la ciudad, porque al final, La Habana fue siempre toda Cuba para mí.
Llevaba unos zapatos apretados, una blusa de botones blancos y uno carmelita que llegó de sustituto, y unos shorts que habían sido jeans en su juventud. Tenía el pelo negro como las calles apagadas, dormidas, pero también siempre despiertas de La Habana, y del hombro derecho me colgaba un bolso gigante que iba lleno de libros viejos. Me gustaban así, mientras más viejos mejor. Disfrutaba mirarlos, imaginar todas las vidas que tuvieron a través de otros ojos; rozar con mis dedos las páginas amarillas llenas de palabras que se mudaron a tantas memorias; y finalmente olerlos. No es hasta que los huelo que me siento suya, y los creo míos. Los huelo como se respira a un viejo amante, vengando al tiempo y la distancia que nos robó de él. La Habana es como un libro viejo, con páginas amarillas llenas de historias, de mentiras que se hicieron verdad de tanto leerlas, de amores y despedidas.
Caminaba con el afán de quien busca un tesoro cuando te vi. Tenías la gorra azul de siempre, y un pullover blanco. Cuando me disponía a vengar a la distancia y al tiempo, noté que también la tenías a ella amarrada a tu brazo. Caminaban lento, como quien no quiere que se acabe el tiempo. Tú hablabas y ella brillaba a tu lado, como una joya. Entonces vi como tus ojos se clavaban en su felicidad, y me di cuenta de que la estabas mirando como me habías mirado ser feliz a mí tantas otras veces.
La Habana había envejecido y era ahora una señora que contaba historias de desamor a un mar enamorado. Era la Habana inmóvil y perenne de puentes que separan, y banderas que se secan en una brisa entre dos arenas, dos familias, dos amores.
Todos los relojes se habían parado y era un viernes por la tarde para siempre. Un nudo de inconformidad reprimida se había mudado a mi garganta y me ahogaba de silencios. Sentía como una vez más se me apagaban las ideas. En la Isla, es muy fácil dejar que otros piensen por ti. Y yo nunca me había ido, no conocía otra cosa que periódicos que se inventaban desgracias extrajeras y anunciaban mejorías que nunca llegamos a vivir. Conocía las ganas de gritar y mi madre con miedo mandándome a callar. Conocía la historia contada con otras voces, otros ojos, otras mentiras. Así que empecé a olvidar los pasos que no eran de Cuba, las voces que no eran las de ellos, y cada una de las 50 estrellas que nunca llegué a conocer.
Había una ventana hacia una ciudad de luces que se rompía en miles de pedazos y así mataba toda esperanza de escapar. De irme de una Habana donde tú no sabías quién era yo, donde nunca llegaste a mirarme, a besarme, a hacerme sonreír. Una isla de fotos escritas por detrás, de consignas con parodia, de músicos sin voz. Donde la libertad es solo una palabra que se borró, como nuestro amor.
Esta vez no me había ido de La Habana, y por tanto no había llegado a tu amor. Nuestra confidencia, las miradas, los picos, los libros, los parques, las pinturas, los besos, los “¿jugamos?”, y los “me quedo”, sólo existían en mí. Me había quedado en un después que nunca llegó a pasar, como las promesas de miedo que me contaban de niña, como el muro que jamás conoció el otro lado, como la ciudad y sus charcos de sueños rotos.
Alaina Machado
10/07/2019

Pintura de Manuel A. Moreno Pupo