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El defecto mariposa

Desperté sin abrir los ojos. Estaba segura de que el mundo no había comenzado, que el día sería un manojo oscuro de minutos anodinos. La primera sorpresa fue un Sol determinado y muy plantado en el pequeño espacio entre la cortina y la pared. La segunda sorpresa fue el ruido. Ese tan conocido ruido de cada día, las alarmas, la cafetera, la vocecita llamándome, el beso formulado, la llave, la puerta.

El mundo estaba intacto y ni siquiera se daba por enterado. Los pies en un piso frío, los pasos a la ducha, el agua en la cara, el pelo, el cuerpo todo. La ropa en la piel medio mojada, el café dormido en una taza abandonada. Seguramente el café tendría un sabor diferente, más amargo. Agarré la jarra y esperé a que el líquido me decepcionara. Esa fue la tercera sorpresa. El café estaba dulce, a la medida, tampoco se había enterado.

La ventana guardaba un día azul, cálido, como sacado de una película de enamorados, que continuó repleto de sorpresas que me anunciaban, lo único que se había roto había sido yo.

Nuestro amor se moría lleno de vida, y la vida no se había enterado. Quería tirarme al suelo, hacerme una bola de manos y piernas, y ocupar el menor espacio posible en este mundo tan intacto. Quería gritarle al tiempo que parara, al día que se apagara, y a todas las sonrisas que se murieran en un llanto largo, grande, aspaventoso.

Las horas siguieron metódicas, obedientes, predecibles, hasta que una luna se posó en un cielo dibujado de luces. La noche era una muchacha de veinte con ganas de enamorarse, y yo era una hoja seca que existía en un otoño que nunca llegó.

Otra vez las ganas de tirarme al piso y hacerme nada, otra vez el ruido, las llaves, la puerta, la vocecita, la ducha, los pasos, la cama. Era el final de un día que prometía una réplica exacta en apenas algunas horas.

Entonces entendí que a veces el mismo final se siente de dos maneras muy diferentes. Aprendí que algunos infiernos vienen disfrazados de paraíso y tienen más luz que una mañana de abril. Algunos tienen abrazos, y música, y por qué no, hasta un poco de felicidad. Una felicidad en la que sólo existes como una extranjera, sin nunca hacerla tuya. Observando las risas para practicar luego, castigándote por esas que nacen genuinamente en un segundo de olvido. Hay infiernos que huelen a café en la mañana, a un beso vecino, a un adiós que es siempre demasiado corto.

Se había equivocado Sabina, la vida había seguido como siguen las cosas que tienen todo el sentido.

Alaina Machado

En algún silencio, 2019.

Pintura de Luis Vargas Santa Cruz.

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